Le pido permiso a mi abuela para quedarme al lado del escenario y cuando suben las cortinas siento que el corazón se me sale por la boca, porque la música empieza a sonar tan fuerte que me asusta, como si me bajara por la garganta y se quedara sonando dentro del pecho y parece que yo no fuera yo, o que estoy soñando: todo es nuevo y maravilloso, los trajes de los toreros, las lentejuelas que brillan como mariposas al sol y las voces altas que suben, suben y suben, como si nunca fueran a bajar y finalmente, cuando ella aparece, un frío me baja por la espalda y quiero aprender a bailar como ella, a menear la pollera como si fuera un paraguas que se abre y se cierra al compás de la música y a mover las manos que se cruzan de distintas formas y trato de hacer lo mismo, porque aquí nadie puede verme, entonces decido que quiero ser gitana, de labios rojos y pelo largo que me caiga por la espalda y con ojos grandes y oscuros, para mirar al torero, así como ella lo mira, L’amour est un oissseau rebelle y no puedo aguantar las ganas de llorar cuando aparece el cuchillo brillando bajo las luces y ella cae al suelo y ya no vuelve a levantarse. Mi abuela tiene que sacarme a tirones del escenario para volver a la casa: le digo que todavía no ha terminado la función y me voy llorando por la calle, pero ya en el bus le pido a mi mamá que me haga un vestido de gitana y que quiero llamarme Carmen, pero no me contesta, mira indignada a mi abuela y le dice fuerte sin importar que la oigan, que mañana mismo irá al colegio para internarme, porque con puras mujeres en la casa y con todo lo que ella me consiente, el niño le va a salir maricón.
Premio Concurso Nacional de Cuentos, Municipalidad de Vitacura, 2018.