domingo, 8 de diciembre de 2019

LA PLAYA
























        
       Sentí que la quietud de la tarde empezaba a   desaparecer:  percibí en el ambiente algo diferente, inusual  como una vaga sensación de intranquilidad en medio del letargo bajo el sol.   Miré a mi alrededor, pero nada distinto parecía suceder. Cerca de mi, una pareja de adolescentes discutía en voz baja algo que no alcanzaba a escuchar.  Un poco más lejos un grupo de muchachos reía y uno de ellos con voz aguda parecía  imitar a alguien ausente.   Más abajo, una niña vaciaba cuidadosamente la                 crema solar en un balde mientras su madre dormitaba conectada a los audífonos.  El ancho brillo del sol reflejado en el agua a la hora de más calor le daba a la tarde una intensa y cálida serenidad.   Sin embargo, la  percepción de algo inusitado que no lograba identificar, comenzaba a tomar forma entre los quitasoles  y parecía amortiguar las risas, el graznido de las gaviotas y el sonido rítmico del mar.   Pero, todo parecía en calma esa tarde en la playa:   todo menos ese vago apremio, esa expectación, que no lograba darle un nombre.
            En el horizonte un barco carguero se desplazaba lentamente hacia el sur: tuve la impresión de que la delgada línea del horizonte se engrosaba por momentos y su curvatura se hacía cada vez más pronunciada. De pronto reparé en el sonido de las gaviotas, que  había bajado de intensidad y en el ambiente se escuchaba como en sordina un ronco y uniforme graznido.   En pequeñas bandadas volaban hacía el roquerío y cientos de ellas se posaban en confusa multitud. Las olas ahora casi sin sonido dejaban en la arena mojada sucesivas hileras de algas cada vez más lejos de la orilla: gorgoritos de agua y aire explotaban sobre la superficie y una sombra brumosa se estaba
formando sobre el mar.    Me levanté y miré hacia la caseta de los guardacostas.    Los hombres vestidos con chaqueta como de pijamas observaban el mar formando con sus manos un par de binoculares y uno de ellos apuntaba hacia el horizonte.  Les hice señas pero parecieron no verme.   Percibí una leve vibración bajo mis pies,   precedida de un ronco y casi imperceptible sonido, lo que me dió la inequívoca señal:  corrí  hacia las escalinatas de salida, sintiendo que la vibración se transformaba en movimiento y la arena comenzaba a saltar.    Escuché voces de alarma mientras  el movimiento del suelo se hacía más violento y se levantaba en enérgicas ondulaciones.    Intentando avanzar percibí a mi alrededor rostros difusos que subían y bajaban con el movimiento y  el pánico reflejado en ellos. Recuerdo ese preciso instante, el momento exacto en que se hizo el silencio,  para luego estallar en un sólo grito uniforme de terror.  El mar, de un color verde oscuro, como el de una botella sucia, avanzaba en una enorme ola creciendo y tomando altura y ya no se podía avanzar.     Alca ncé a divisar el cielo tiñéndose de verde, mientras la masa cóncava de agua pasaba por sobre mi cabeza,  lenta y pesada antes de a caerme encima, justo en el instante entre el letargo y la vigilia y mi sobresal to me saca a tiempo del horror.
          Cerca de mi, la pareja de adolescentes discutía ahora en voz alta, más lejos los muchachos corrían con las tablas hacia el mar y todo parecía en calma en la playa esa tarde.  Todo, menos esa sensación de apremio que ahora tenía nombre.

XIMENA G. 
ximegui

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