Sentí que la quietud de la tarde empezaba a desaparecer: percibí en el ambiente algo diferente, inusual como una vaga sensación de intranquilidad en medio del letargo bajo el sol. Miré a mi alrededor, pero nada distinto parecía suceder. Cerca de mi, una pareja de adolescentes discutía en voz baja algo que no alcanzaba a escuchar. Un poco más lejos un grupo de muchachos reía y uno de ellos con voz aguda parecía imitar a alguien ausente. Más abajo, una niña vaciaba cuidadosamente la crema solar en un balde mientras su madre dormitaba conectada a los audífonos. El ancho brillo del sol reflejado en el agua a la hora de más calor le daba a la tarde una intensa y cálida serenidad. Sin embargo, la percepción de algo inusitado que no lograba identificar, comenzaba a tomar forma entre los quitasoles y parecía amortiguar las risas, el graznido de las gaviotas y el sonido rítmico del mar. Pero, todo parecía en calma esa tarde en la playa: todo menos ese vago apremio, esa expectación, que no lograba darle un nombre.
formando
sobre el mar. Me levanté
y miré hacia la caseta de los guardacostas. Los hombres vestidos
con chaqueta como de pijamas observaban el mar formando con
sus manos un par de
binoculares y uno de
ellos apuntaba hacia el horizonte. Les
hice señas pero parecieron no verme. Percibí una leve vibración
bajo mis pies, precedida de un ronco y casi imperceptible sonido, lo que me dió la inequívoca señal: corrí hacia las escalinatas de salida, sintiendo que la vibración se
transformaba en movimiento y la arena comenzaba a saltar. Escuché
voces de
alarma
mientras el movimiento del
suelo se hacía más
violento y se levantaba en enérgicas
ondulaciones. Intentando avanzar percibí a
mi alrededor rostros
difusos que
subían y bajaban con el movimiento y el pánico reflejado en ellos. Recuerdo ese
preciso instante, el momento exacto en que se hizo el silencio, para
luego estallar en un sólo grito uniforme de terror. El
mar, de un color verde oscuro, como el de una botella sucia,
avanzaba en una enorme ola creciendo y tomando altura y ya no se podía avanzar. Alca ncé a divisar
el cielo tiñéndose de
verde, mientras la masa cóncava de agua pasaba por sobre mi
cabeza, lenta y
pesada antes de a caerme encima, justo en el instante entre el letargo y la vigilia y mi sobresal to me saca a
tiempo del horror.
Cerca
de mi, la pareja de adolescentes discutía
ahora en voz alta, más lejos los
muchachos corrían con las tablas hacia el mar y
todo parecía en calma en la playa esa tarde. Todo, menos esa sensación de apremio
que ahora tenía nombre.
XIMENA G.
ximegui
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